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Es un conjunto de sensaciones —preocupación, inquietud, tristeza, irritabilidad— que se activan cuando cambiamos de entorno y perdemos nuestras referencias emocionales.
Tu cuerpo y tu mente están acostumbrados a lo familiar. Cuando todo cambia al mismo tiempo, se enciende una alarma interna.
Ruptura de rutina: lo cotidiano se desarma.
Falta de pertenencia: sentís que todavía no encajás.
Incertidumbre: tu cabeza proyecta escenarios que no podés controlar.
Exceso de estímulos nuevos: todo requiere energía extra.
Nostalgia: lo conocido se vuelve idealizado.
pensamientos circulares
angustia o presión en el pecho
dificultad para concentrarse
sensación de soledad
insomnio o sueño alterado
irritabilidad
falta de disfrute
No significa que estés haciendo algo mal. Es parte natural de adaptarte.
1. Armá pequeñas rutinas nuevas
Un desayuno igual cada día, una caminata fija, un lugar favorito. La repetición calma.
2. Permitite extrañar
No lo pelees. Expresarlo baja la tensión interna.
3. Conectá con tu gente… sin saturarte
Buscá un ritmo equilibrado para no quedar atrapado mentalmente en dos lugares a la vez.
4. No te aíslés
Salí, hablá, interactuá. El contacto social baja la ansiedad más de lo que creemos.
5. Regulá tus pensamientos catastróficos
Escribilos y respondelos con realismo. No todo lo que imaginás es lo que está pasando.
6. Hacé cosas familiares
Comida que te gusta, música de siempre, algún ritual sencillo. Eso reinicia la sensación de hogar.
Lo más importante
Estar lejos de casa moviliza. Pero también abre espacio para conocerte desde otro ángulo, descubrir qué necesitás y encontrar nuevas formas de sostenerte.
La ansiedad baja cuando dejás de pelearte con lo que sentís y empezás a armar estabilidad, incluso en tierra desconocida.
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